jueves, agosto 10, 2006

"Mi mejor amigo" de Daniel González








No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un
sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea éste
electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso
previo y por escrito de los titulares del copyright.


Primera edición: enero de 2007
ISBN10: 84-935181-4-X
ISBN13: 978-84-935181-4-1

Depósito legal: © Daniel González Porcar

Editor: Ariel Rivadeneira
Grafein Ediciones


Impreso en España, CEE.

viernes, julio 14, 2006

SIPNOSIS

Se narra la historia de Joel, un niño de diez años, cuya infancia ha quedado marcada por el alcoholismo y la violencia ejercida por su padre, que llega a agredir a su familia físicamente. Sin embargo Joel consigue refugiarse en la inocencia de su hermana pequeña, de seis meses, y la vida tranquila de sus abuelos, con los que pasa los fines de semana.
Un día acompaña a sus abuelos a visitar a una amiga de ellos, Cecilia, y los hechos empezarán a desencadenarse a partir de este momento. Encuentran a ésta inconsciente en el patio de su casa, en esos instantes el niño no puede comprender que esta mujer ha tenido un papel fundamental en la vida de su tío abuelo, algo que descubrirá de forma casual tras el hallazgo de una carta que le permitirá desentrañar la historia de amor entre Cecilia y Ernesto...

viernes, junio 02, 2006

Prólogo + Capitulo I

Son las 09:30h. de una mañana de invierno.
Me levanto de la cama con cuidado de no despertar a mi niña que duerme plácidamente a mi lado. Camino sigilosamente hasta la puerta, que entorno tras mi paso, una vez en el comedor me aproximo a la ventana y aparto la cortina. Hace buen día, el sol resplandece intensamente en un liso océano de cielo azul. Abro la ventana, y noto la brisa en mi cara, es fría y cortante.
La noche ha sido un tanto desagradable, he visto las horas pasar una tras otra. No sé por qué ni como, mi subconsciente no hacía más que invadir cementerios, y me paseaba en torno a grandes criptas, en las que descansaban humildes y a la vez legendarios nombres, de una era arcaica.
Me despejo mediante una ducha en agua bien caliente, me visto y salgo a la calle a dar una vuelta. Me paro en el primer bar que encuentro y pido un cortado que acompaño de una melosa pasta de crema.
Mientras tanto leo los titulares del periódico. Me centro en las cartas de los lectores. Al contemplar la parte superior me percato de que hoy es 10 de enero. Reflexiono y recuerdo la triste realidad de hace un año. Ese día mi compañero, mi gran, fiel y mejor amigo Joel, falleció.


Mi expresión de la cara se torna flácida. El cortado emprende una batalla en mi estómago. Me reclino en el taburete disimuladamente, pero no se desvanece. Voy al lavabo donde la cruzada consuma.
Vuelvo a mi sitio y paso las páginas del periódico lentamente mientras termino la cremosa pasta. Pago el desayuno y salgo del bar entumecido en recuerdos nostálgicos. Camino sin rumbo recordando el día en que me dejó. Le recuerdo como si permaneciera junto a mí, como si no me hubiese abandonado todavía. La sensación circunda y nubla mi mente.
Sin un rumbo fijo camino calle abajo. Tengo ganas de pasear y liberarme de cementerios, criptas y sensaciones de añoranzas, aunque creo que mi cuerpo se resiente de la noche y me lleva la contraria. Los ojos me espolean cuando se estrujan mis ojeras, al pasar mi dedo índice en forma de masaje. Me dejo llevar por mis piernas que parecen las extremidades de mi cuerpo más avispadas. Al pasar por una pequeña plaza que alberga a dos calles de mi casa, mis piernas parecen unificarse con el cansancio de mi organismo, y me piden una tregua.
Después de descansar un rato en un entumecido banco de madera, me decido a pasar por la panadería a buscar un apetitoso almuerzo para llevar a casa y preparar a mi mujer. Selecciono una media luna rellena de crema con la superficie cubierta de chocolate.
Una vez en casa preparo un zumo de naranja y en conjunto con la media luna lo acomodo con toda la dulzura e imaginación que me es posible, sobre la mesa del comedor.
Preparada la sorpresa me retiro a mi despacho que se aposenta al final del pasillo, en la parte trasera de la vivienda. Enciendo el ordenador que con un sonoro pitido se pone en marcha. Busco en mis carpetas y abro una, llamada libros. Aparecen cuatro títulos frente a mí. Cada título es un archivo de texto que se compone de varias páginas donde e plasmado mis ideas. Cuatro tramas que desde hace cuatro meses divulgan por mi cabeza. Están definidas, estudiadas y preparadas, pero no me decido a cual expandir. Cierro la ventana que engloba los cuatro títulos y abro un documento de texto en blanco.
Miro la pantalla del ordenador cubierta de blanco. Dejo que mis dedos formulen frases de un comienzo pero mi mente descolocada no se centra. Pienso en las cartas del periódico que leí mientras tomaba el cortado y sobretodo una que empleaba el medio de la prensa para reencontrar a su amiga. Era una carta rebosante de sentimiento de una chica llamada Natalia que perdió a su mejor amiga al cambiar sus padres de residencia. Mantuvieron contacto durante unos años hasta que un buen día su amiga desapareció.


“Querida Naiara,
No sé como explicarte mi sentimiento más profundo que me ahoga, y enoja a la vez. No sé si será por ti, no sé que pudo pasar… Desapareces de un día para otro, no obtengo ninguna respuesta en mis suplicas, no encuentro motivos ni explicación alguna. Me emperro en que algo ha ocurrido y la ansiedad me ahoga…”

El recuerdo de mi amigo me interrumpe y me asalta sin darme cuenta, comienzo a contar lo sucedido en un tiempo antaño, en una edad temprana. Una infancia que marcó un antes y un después en nuestras vidas.
Pero después de una página completa lo releí y fue entonces cuando me decidí.
¿Por qué no?.
Que mejor recuerdo que plasmar su historia. O la nuestra.
Así que me dejé llevar por los recuerdos. Atravesé el tiempo y comencé.

Amaneció el día con un azul intenso en su cielo. El sol apareció en el horizonte y entró tímidamente alumbrando su habitación, atravesando unas finas cortinas de color blanco que cubrían la ventana…




Capítulo I
"Nuevas sensaciones"

Amaneció el día con un azul intenso en su cielo. El sol apareció en el horizonte y entró tímidamente alumbrando la habitación, atravesando unas finas cortinas de color blanco que cubrían la ventana. Poco a poco fue recorriendo la habitación emprendiendo desde lo alto de la pared en la que reposaba el cabezal de la cama.
Al cabo de una hora ya le invadía la cara, alargó la mano para intentar bajar la persiana pero no alcanzaba o no la encontraba. Sus ojos se resistían a dejar que el destello intenso de ese sol de octubre les invadieran así pues, comenzó a voltear por la cama.
Pasado un rato arqueó su brazo derecho por encima de la nuca bloqueando los rayos del sol, formando una rugosa sombra de su mano en el despertador. Lentamente los párpados se separan y su mirada borrosa comienza a fijar la imagen de los dígitos del reloj en la pupila. Son las nueve y doce minutos. Quiere levantarse de la cama pero, piensa si merece la pena. Sus tripas remugan en señal de apetencia. Se preocupa por lo que le espera al otro lado de la puerta.
Intenta no respirar para poder escuchar nítidamente que se mueve tras la puerta de su habitación. Oye pasos que se acercan. Agarra la manta que descansa por debajo de sus rodillas tirando de ella hasta que le cubre todo el cuerpo. Con un rápido movimiento se sitúa de cara a la pared y con la manta pegada a sus labios se hace el dormido.
El sudor se torna intenso y reza para que no sea su padre.
El pomo de la puerta comienza a girar ligeramente, mientras nota un cosquilleo que se apodera de él. Siente que se acercan, sus pisadas se aproximan. Prueba a no moverse, su respirar le indica que ya está aquí.
Se estremece al notar una mano que acaricia su pelo. Quieto, inmóvil, permanece esperando…
-¿Cariño?.
¿Cómo?. Esa voz, ese tono suave y dulce. Notas de audaz terneza apiladas en estructura de melodía…
No es su padre.
Es su abuelo. Se encuentra en casa de sus abuelos.
Desaparecen los cosquilleos y todos los músculos de su cuerpo se vuelven flácidos. Gira al compás que retira la manta de cuadros y abraza a su abuelo dándole los buenos días con un fuerte beso. Se cuelga del cuello de su abuelo como un chimpancé y, en un alarde de juventud él le saca de la cama.
El abuelo no sé imagina la alegría que hay en su nieto al darse cuenta de que es sábado, lo cuál quiere decir que es fin de semana y lo pasa en compañía de ellos.
-Si que te levantas de buen humor –le dice su abuelo mientras lo acoge en sus brazos.
-He dormido muy bien –miente Joel, dándole un achuchón.
-Me vas ahogar cariño. Venga al suelo.
Joel desciende entre los brazos de su abuelo. Al notar el frío del suelo salta a la cama y se remanga los calcetines casi hasta las rodillas.
-El suelo está frío –remuga el nieto.
Juan se agacha buscando las zapatillas bajo la cama. Sienta a Joel en la silla que descansa a pie del lecho, en el hueco que deja entre sí con el mueble. Un mueble de un color xapeli, con estantes en la parte de arriba; una cajonera compuesta por tres cajones a mano derecha y una puerta en el centro que se abre verticalmente convirtiéndose en un sobre que sirve de escritorio. Un escritorio donde Joel disfruta mucho los fines de semana escribiendo y dibujando. Le fascina el dibujo y antes de dormir suele coger una lámina con algún bosquejo y lo plagia.
El abuelo coloca las zapatillas a su nieto y lo pone en pie.
-Venga ves al baño mientras te preparo el almuerzo, que es muy tarde –indica Juan a su nieto, el cual obedece.
Joel hace un pis y se lava las manos. Busca en un vaso marrón de cristal translúcido, que hay dentro del romie que cuelga encima de la pica. Encuentra su cepillo, coge la pasta y se lava los dientes, jugueteando frente al espejo. Moja un peine de púas finas que encuentra en el cajón del mueble de baño, y al estilo de Jhon Travolta se peina los finos cabellos de un negro intenso.
Después de un buen vaso de leche con colacao y una amena charla matutina con su abuelo, se visten y se dirigen a buscar a su abuela al mercado.

El mercado quedaba a más de dos kilómetros pero, el trayecto se hacía muy corto para Joel, puesto que la compañía de su abuelo Juan conseguía que así fuera. Para llegar había que cruzar un río.
Caminaron hasta el puente que atravesaba dicho río. En el centro del puente Joel se para y mira hacía abajo intentando ver más allá de la superficie del agua. Como otras tantas veces en ese momento el abuelo le recuerda lo que había cambiado ese arroyo.
- Sabes cariño, hace muchos años en este río yo me bañaba. El agua era cristalina y apenas llegaba a la cintura. El fondo era suave arena, clavaba los pies en ella y con las piernas separadas permanecía quieto. Me arqueaba hacia abajo y con la cabeza casi a la altura de mis rodillas miraba fijamente el agua esperando ver pasar los peces.
- Pero abuelo, yo no veo los peces.
- Es que hace muchos años cariño. Un día el cielo se cubrió de nubes oscuras y durante varios días no existió el sol, no había día, solamente noche. Hubo fuertes tormentas y el río creció. En solamente dos días el agua se enfureció y el caudal del rió ascendió intensamente arrollando consigo los árboles y vegetación que decoraban las orillas formando un cuadro de belleza inusual.
Atravesaron el puente y recorrieron el camino que se formaba en la proximidad del río. Mientras, Juan continuaba explicándole que después de aquellas tormentas levantaron muros que protegían la entrada al río. Aunque en realidad más que la entrada, la función de aquellos muros era preservar las viviendas que yacían cerca. Pero su abuelo en aquella época lo que interpretó fue el hecho de que ya no podía bañarse y juguetear en el río. Con el paso de los años, indigentes se adueñaron de las orillas del río cubiertos por esos grandes respaldos buscando refugio. Con el tiempo el agua se tornó de un sucio color marrón, que provenía del barro que se removía en el fondo. Después tomó un color grisáceo por las basuras que acumulaban los indigentes en el fondo del río.
A mitad de camino se encontraba un parque con un par de columpios y toboganes. Durante diez minutos Joel pasa el tiempo subiendo y bajando por el tobogán y diez minutos más meciéndose en el columpio de hierro colado con asientos sin respaldo forrados de cuero. Una fuente en el centro del parque le sacia la sed después de tanto ajetreo.
Prolongan su camino desviándose de la inmediación del río y se adentran a la barriada de San Adrián por la calle principal. Tras unas casitas bajas de una o dos plantas vienen los primeros edificios, que se elevan hacia el cielo. Giran la esquina de esos grandes edificios de unas doce plantas y recorren una estrecha calle peatonal que les conduce hasta el mercado.

Encuentran a la abuela en la parada de la fruta. Una falda de pálido rojizo oculta sus rodillas, mientras que unas medias lisas le amparan el frío de las piernas. Está escogiendo melocotones y rebuscando un melón. Joel le da un abrazo y la besa fuertemente en la mejilla.
Juan se aproxima a su mujer a ver que está comprando. Al percatarse de lo que posee entre manos, le dice.
-No creo que estemos en temporada de melones.
María lo mira y no dice nada. Por lo que Juan prefiere no insistir y agarra un melón y le palpa los costados.
-Este parece dulce –le dice a su mujer, aunque lo hace por cumplir.
Recogen la fruta y marchan en busca de pescado, seguido de un poco de lomo y finalizando en la panadería en busca de pan. Juan es un poco especial con el pan. Cuando reformaron el mercado construyeron una gran panadería a la entrada de éste. Un día Juan probó hacer la compra en el establecimiento nuevo. Ese día por suerte para él, solamente quedaba pan de leña, se mostró reacio en un principio, pero lo compró. De camino a casa arrancó un currusco del pan; le gustó. Desde entonces siempre compran pan de leña en la misma panadería.
-Hola, María –le dice la dependienta -. Tenga su barra de pan –le ofrece la chica en una bolsa de tela que previamente la abuela le dejó a su disposición.
Mientras María busca el dinero Joel se fija en la chica. Una tupida melena de fino pelo azabache cae por su pómulo derecho. Sus ojos rasgados y sus pupilas de color verdoso parecen una balsa de aceite en mitad del mar. Sus mejillas sonrosadas hacen conjunto con el ribete del cuello de la bata. Una bata blanca arraigada que remarca y realza sus pechos.
Con esos risueños ojos mira fijamente a Joel y alarga su mano.
-Toma –le ofrece abriendo su mano.
Son tres caramelos de envoltorio transparente y diferente color. Retira los caramelos de su mano notando la suavidad de éstas.
-Gracias –le dice con un tanto de vergüenza.

Salen del mercado y Juan se apodera del carro mientras María, la abuela, carga con la bolsa de la fruta. Joel intenta ayudar pero como de costumbre lo máximo que consigue es que su abuelo le deje tirar del carro. Pero, quien hace la fuerza para arrastrarlo es Juan, aunque lo disimule.
Siguieron el camino que habían hecho a la ida, pero al cruzar la calle principal, le llevan por una calle asfaltada en vez de seguir el camino de tierra, que alberga a orillas del río.
-Abuelo –dice Joel llamando la atención de los dos para preguntarles -, ¿a dónde vamos?.
-A casa de Cecilia –comenzó a explicar María -, una amiga nuestra que hace tres semanas que no vemos por el mercado. Pasaremos un momento a ver si necesita algo –esto último lo dijo en tono de preocupación. Siempre solían encontrarse con ella en el mercado. Cecilia rondaba los sesenta años y a pesar de su buena salud, tenía problemas con la cadera. <>, pensaba María.

Era una casa de tres plantas si contamos el terrado que hacía mas bien de solarium. La puerta de la entrada era de madera maciza de robusto pino. Un gran pórtico que se alzaba en el centro de la puerta le llamó la atención por la forma de puñal que tenía. El puñal estaba dentro de una lágrima que hacía de picaporte, el mango acababa en finas curvas, una hacia abajo y otra hacia en dirección contraria; un escalofrío le azotó el cuerpo al ver aquello. La fachada no era de un blanco roto como todas las casas adosadas de la calle, sino de un tímido amarillo descolorido destacando entre las demás.
Un sonido estrepitoso salió de la puerta de un parking, del inmueble colindante, dando paso a un coche de color negro. Los tres desviaron la mirada del gran pórtico al percatarse. Un hombre de mediana edad iba al volante, llevaba un gorro de pescador, verde oscuro. De facciones muy marcadas, menea la cabeza a izquierda y derecha, asegurándose para salir del parking. Al volver la cabeza Joel se da cuenta del tatuaje que lleva en la nuca, una tela de araña de grandes dimensiones que muere en la oreja izquierda, exactamente en el lóbulo izquierdo, en una fina línea como una flecha. Juan y María, no alcanzan a ver el tatuaje, pues cuando Joel les busca con la mirada, vuelven a estar de cara a la puerta. Piensa en comentarlo con sus abuelos, vuelve a mirar y el coche ya no está, la puerta se está cerrando.
El pórtico resonó con fuertes y toscos golpes al movimiento del puño cerrado del abuelo, Joel deja el acontecimiento para más tarde. Esperaron un minuto aproximadamente pero la puerta no se abría. La abuela buscó con la mirada algún hueco en la cortina de ganchillo que cubría la ventana de la derecha. Dejó las bolsas en el suelo y se acercó a la ventana de la izquierda. En ésta la cortina dejaba entrever algo pero por culpa de sus cataratas no alcanzaba ha ver nada.
-Haber mujer, déjame a mí –dijo Juan a su esposa apartándola suavemente de la ventana para despejar el campo de visión.
Juan tampoco distinguía nada tras el cristal, pero dijo que le parecía ver luz al fondo. María golpeó el pórtico, esta vez con más fuerza e intensidad que la de su marido. Joel mientras tanto permanecía inmóvil frente a la puerta a la espera de intentar adivinar que pasaba.
<>, pensaba Joel. No entendía la insistencia de sus abuelos, ni encontraba un por qué. Pero le parecía que sus abuelos imaginaban algo que no alcanzaba a entender. <>, se dijo para sus adentros.
Durante diez minutos más permanece frente a la puerta viendo a sus abuelos ir de un lado hacia otro. En varias ocasiones haciendo sonar el gran pórtico. María ha dejado las bolsas sobre el carro de la compra, que se apoya en la pared bajo la ventana. A Juan se le ve intranquilo, impaciente. María le susurra al oído.
Joel intenta oír lo que le dice pero no lo consigue.
-Voy un momento a mirar por la parte de atrás –le dice Juan a María, cuando se separa de él-, a ver si está en el patio.
Avanzando a paso ligero Juan desaparece por el costado de la casa.
-Abuela –se apresura a preguntar-, ¿dónde va el abuelo?.
-Tranquilo Joel, que enseguida vuelve. Va a ver si la ve en la parte de atrás, donde se sitúa el patio. A veces está en el patio regando las plantas y no oye el sonido que produce este pórtico.
-Y entonces si no lo oye, ¿por qué no instala un timbre?.
-Eso ya se lo dijimos pero dice que no hace falta. Que el pórtico es muy bonito y singular, que últimamente quedan muy pocos...
-Pero no hace falta que quite el pórtico –se aviva a contestarle, dejando a su abuela con la palabra en la boca-, el timbre se puede poner igual, ¿verdad, abuela?.
-...Sí cariño –y prosiguió con una explicación sobre la época-. Pero las personas mayores, ya de nuestra edad no quieren liarse con según que cosas. Hemos vivido en otra época y la mayoría somos reservados en muchos tipos de avances –seguía explicando e iba a entrar en temas y recuerdos del pasado, pero en ese momento para suerte de Joel la puerta se abrió.
María y Joel recularon por instinto. La puerta se entreabrió dejando ver el principio de una cómoda de color oscuro, que soportaba el peso de un enorme espejo ovalado. Juan aparece.
-María, pasa un momento por favor. Cariño espera aquí en el recibidor –le dice su abuelo deleitándole con una sonrisa, aunque Joel se fija y le ve un tono rojizo en el cristalino de sus ojos que no sabe por qué, no es de su agrado-, enseguida venimos.
Solamente han transcurrido cinco minutos pero a Joel le parecen una eternidad. Está cansado pero obedientemente espera. Sabe que pasa algo, pero no se atreve a preguntar. Juan es muy sentimental, pero la expresión de su cara le pareció demasiado contrariada.
Se entretiene observando la cómoda y el ovalado espejo de marco de bronce; la robusta cómoda se compone de tres cajones en la parte superior y dos puertas en la parte inferior, los tiradores son dorados y con unos ribetes en forma de flor. Abre los cajones, más que por curiosidad por aburrimiento, y eso que le tienen dicho que las cosas de los demás no se tocan.
<>
Papeles, papeles y papeles. Detrás de las puertas con pomo redondo de bronce al igual que el marco del espejo, encuentra guías y más papeles. Imagina que la cómoda pertenece a otro conjunto aunque la madera sea muy similar, por la diferencia de los tiradores. Se decide a contemplar una de las guías que le llama la atención por sus tapas duras y desgastadas, pero sobretodo por el año que en el centro se divisa, mil novecientos setenta y ocho.
Es el año en que Joel nació. Le hace ilusión y se emociona a contemplarla. Las hojas son gruesas pero están muy deterioradas por el paso de los años. El reborde de éstas se encuentran incoloras por un tono amarillo pastel, al igual que la cerámica de una cocina cuando está repleta de grasa al cabo de un tiempo sin limpiar. Pasa una ojeada por encima y percibe un fino dobladillo en una punta que señala una página. Se para en ella. Hay un círculo que cubre la esquina que forman las calles, Juicio y Pescadores. No tiene ni idea de donde están. Ni siquiera conoce la barriada a la que pertenecen.
<>
Revisando la hoja ve que en la parte de abajo está la playa de San Miguel, un poco más arriba del Hospital del Mar y guiándose por las páginas ya que se corta el dibujo por la dimensión de la página, ve el puerto de Barcelona. Memoriza los nombres por mera curiosidad. Deja la guía en su sitio, cierra las puertas con cuidado y sigue esperando. Pasea por la estancia mirando sus pies, intercalando éstos uno pegado al otro, camina de pared a pared. Al dar la vuelta y situarse de frente al espejo, se para en seco. Algo sobresale del hueco que deja la cómoda entre sus patas y el suelo. Se agacha para contemplar el objeto, es una página doblada.
<>. Decide recogerla para situarla en su lugar de partida.
Sollozos tenues llegan a sus oídos, cree que es su abuela. Oye a su abuelo hablar por teléfono en tono angustiado. No sabe si sobrepasar la puerta que le separa del supuesto comedor que se esconde detrás. Se asoma por el hueco de la puerta que le deja entrever un vigoroso mueble de roble, manteniendo la página en su mano derecha. Varios estantes repletos de libros antiguos, una sólida base modular con una cajonera en el centro deja asentar sobre sí una vitrina de unos dos metros de altura, de dos hojas de un grabado cristal con forma de flores repleta de copas. Se deja caer un poco más hacia delante y ve a su abuelo al costado de la vitrina con teléfono en mano y una cara irreconocible. Habla en un tono irritado y a la vez ensordecedor. En ese instante se pregunta si le había visto alguna vez así. Sus músculos se paralizan y sus piernas se entumecen, siente que se queda sin fuerzas, no entiende la situación. No sabe como pero en tan solo unos segundos da media vuelta. Intentando no hacer ruido abre la puerta de la entrada lentamente. Observa el gran pórtico que agarra para que no retumbe en la madera. Sale a la calle y sigue el camino por donde su abuelo desapareció minutos atrás.
Se frena al advertir la hoja de papel en su mano. No sabe si seguir avanzando o retroceder y dejar la hoja en su sitio. Sin pensarlo abre los cuatro pliegues de ésta, es una carta. Está escrita a mano, parece añeja, la letra es muy ruda y cuesta de emparejar las palabras; parece escrita con tinta, como la de una vieja pluma de tintero...

“Querido Juan,
Me dirijo a usted para decirle que sigo enamorada de su hermano, lo cual me impide complacerle a vos. Se que no será de su agrado recibir esta carta y menos como comienza, pero yo debo informarle de mi sentimiento hacía él. Jamás me perdonaría...”

Un ruido le interrumpe, Joel repliega la carta rápidamente. Disimuladamente dentro de su asombro echa un vistazo a su alrededor, parece todo tranquilo. Guarda la carta en el bolsillo izquierdo de su pantalón y continúa el camino. Al girar la esquina divisa una calle estrecha saqueada por adoquines. Avanza por los adoquines corroídos por las lluvias y el paso del tiempo. A los diez pasos desaparecen por debajo de una tierra fina que los une con un camino lateral de arena. Llegado a este punto se percata de que es el camino que linda con el río, por donde su abuelo Juan y él viajaron en busca de su abuela por la mañana.
Un muro de más de dos metros de altura se enaltece frente a Joel. Diminutos cristales de un blanco roto y un verdoso de botella de vino en representación de triángulos puntiagudos forman un relieve de resplandecientes estrellas que se forjan al colisionar los rayos del sol en sus picos. Una portezuela de hierro abre un hueco en el muro, se aproxima a ella y con sutileza se decide ha abrirla. Un estruendoso rugido de las bisagras lo inquieta. La hoja de hierro rojo sombrío que hace de puerta, queda a un palmo del marco. Ve muchas plantas asestadas a orillas del muro que frente a él se presenta. La pared repleta de grano grueso está cubierta de enredaderas que trepan la tapia y apenas dejan entrever el color blanco mate de éste. El ángulo de visión que le permite la puerta de hierro a medio abrir es muy poco, de apenas cuarenta y cinco grados. Una mesa amplia de jardín se sitúa cerca del muro, solamente llega a ver dos sillas plegables y una hamaca de tono oscuro. Apegado a la hamaca un árbol de constitución delgada le dice que pertenece a un naranjo, puesto que insignificantes esferas de tonalidad anaranjada se dispersan interpoladamente por las hojas.
Al bajar la vista su cara palidece y da un paso atrás. Un brazo se extiende en la cercanía del naranjo. Sólo puede ver un poco más allá del codo. Ausculta su corazón palpitar enérgicamente en su pecho al posar su mano derecha sobre éste.
El brazo está desnudo, es obeso. En la mano abierta puede contemplar un anillo sencillo de oro. No sabe que hacer, su corazón sigue bombeando forzosamente. Las facciones se vuelven cada vez más empalidecidas. Por la mano cree que será la mujer que ha venido a ver, Cecilia. Escucha a su abuelo cada vez más cerca, va hablando pero no alcanza a oír lo que dice. Piensa en correr y volver al punto de partida, al recibidor, pero sus piernas no le responden. Ahora escucha a Juan perfectamente.
-La ambulancia viene en camino.
-Todavía respira Juan, lo he comprobado.
En ese momento la figura de María se cruza en el ángulo de visión de Joel. El muchacho se asusta, se inquieta. María se agacha y busca el pulso en la muñeca del brazo obeso que Joel divisa. Los abuelos no han percibido la presencia de su nieto.
-Si, pero no la muevas, esperemos a que lleguen, podría tener algún hueso roto, quizás la cadera –explica Juan y continúa haciendo una conjetura de lo que puede haber sucedido-. Considero que haya pretendido coger alguna naranja y a caído de la escalera.
-¿Y el niño?, sigue en la puerta –le recuerda María-, tendríamos que hacer algo, no creo que haya necesidad de que el crío contemple esta situación.
-Tranquila mujer, ahora me lo llevo al parque, le diré que estáis conversando- Juan se da la vuelta-.Voy a cerrar la puerta para que no entre nadie- y se dirige a la puerta de hierro.
La puerta se cierra frente Joel. <>, piensa.
<<-¿Qué hago?.>> Se dice Joel ensimismado.
No reacciona.
<<-Corre hacia la puerta –le habla su subconsciente-. Venga muévete.>>
Su mente está en blanco, quiere salir corriendo pero no sabe a donde. Por fin vuelve a sentir la sangre fluir por las piernas, nota el latir de su corazón. Cuando quiere reaccionar ya está corriendo por la calle de adoquines presentándose en la puerta principal.
El portón esta cerrado.
Cree que se está mareando, el pórtico parece emerger frente a él. Una neblina se perfila en sus córneas y lo ve todo borroso. Respira hondo cerrando los ojos. Se acuerda de la carta que guarda en su bolsillo trasero, de la bronca que le echará su abuelo si se entera de que ha remendado los cajones de la cómoda.
<<¿Cómo entro ahora?.>>
Experimenta formas de respirar para serenarse sin advertir de que la puerta se abre.
-¿Qué pasa, hijo? –la voz de su abuelo atraviesa sus sentidos como un vendaval.
No contesta.
-¿Qué haces aquí? –Joel sigue callado-. ¿Cariño?. Joel, ¿qué tienes?.
-Nada, eh –contradice avivadamente sin esperar recibir las resoluciones de su mente. Abre los ojos y en un murmullo se dirige hacia él intentando responder con solidez-, estoy bien. Es que...
-No entiendo que haces aquí fuera –le dice Juan sin dejar a su nieto que termine de explicarse.
-...la puerta –intenta continuar Joel-, eh, se ha cerrado. He salido a mirar...
Parece que poca fiabilidad demuestran sus palabras. No ha preparado nada. Tiene mucho calor, está sofocado.
-¿Te apetece ir al parque? –le expresa su abuelo, ¿no se ha dado cuenta?. Sí. Cree que sí, pero no le da importancia o intenta restársela.
No sabe si asentir y zanjar el tema. Es la mejor solución.
-Cecilia –prorroga Juan-, no se encuentra muy bien, parece que esté incubando la gripe. Marchemos un rato mientras la abuela le prepara una sopa caliente.
Sin terciar palabra asiente definitivamente con la cabeza.
Agarra la mano de su abuelo y se deja guiar hasta el parque. Pasan más de tres cuartos de hora, pero Joel no dice nada. El abuelo perdura en silencio y aunque quiera disimularlo no obstante su nieto se percata de su tensión.
Joel se distrae pretendiendo volver a la realidad y hacer ver que no ha visto nada. El corazón todavía le palpita con intensidad aunque con más calma.

Quince minutos más tarde la abuela se presenta por detrás de los inclinados toboganes que se ubican al comienzo del parque. Se aproxima a su marido y en voz baja cuchichean unos minutos. Miran hacia el niño y él se hace el loco. Inadvertidamente pequeñas lágrimas se manifiestan por los ojos de los abuelos y, se precipitan por sus pómulos al vacío.
Joel oscila apaciblemente asentado en el frío cuero con la cabeza cabizbaja. Sus manos se agarran con fuerza a las cadenas que sujetan el afligido fragmento de cuero. Su abuelo le llama.
-Nos vamos a comer -dice.
La normalidad parece crecer en ellos a pasos agigantados pero, apenas se nota. Joel se hace el loco procurando que la calma reine sobre él. Seguro que ellos están al acecho, pero Joel sigue en sus trece, consiguiendo, o mejor dicho, creyendo que sus abuelos no se percatan de nada. Ellos implantan una forzosa sonrisa en sus bocas. Joel tiene la temprana edad de doce años, pero sin embargo la madurez de un adulto. Le gusta aparentar un niño como tal, y deambular en un mundo de fantasía, en el maravilloso mundo de la infancia.
Durante el camino de vuelta permanece callado. Al cruzar el puente no se para, el abuelo aunque su aptitud no esté para rituales mira a Joel y se extraña; pero no dice nada; y el nieto al verlo hace lo mismo, cruza sus manos por detrás y progresa hasta el domicilio.

Juan y María viven en un cuarto piso sin ascensor. Los edificios colindantes son de la misma estructura formando un cuadrado. Edificios de cinco pisos que constituyen una gran muralla que resguarda un grande patio comunitario. Dos casillas en forma de cuadrados repletos de tierra, uno a cada lado y en el centro una fuente. La fuente dispone de un primer muro de cincuenta centímetros de altura y otros cincuenta de amplio en representación de octógono. Contemplando el muro desde el cielo, en forma de una cruz cuatro accesos cortan el muro de piedra. Dentro de éste otro muro de metro y medio y diez de grosor también al igual que el primero componiendo un octógono, encierra un pilar de piedras que se alza en el centro. A los cuatro metros de elevación la columna se acopla en una cúspide y cuatro focos le hacen de sombrero. Años atrás repleta de agua refugiaba y daba morada a peces de colores.
Joel pasa la tarde en la fuente entreteniéndose con otros niños de la placeta. Aunque no está muy entusiasmado, intenta jugar y dejar que pase el tiempo para que sus abuelos en su soledad, puedan desahogarse y parlamentar pausadamente.
La mano de esa mujer no deja de abrumarle y allá donde mira la ve. Recuerda las calles que vio en la guía y lo comenta con los amigos para indagar alguna cosa. La carta que encontró en el recibidor, sigue en su bolsillo trasero del pantalón. Lo sucedido después de encontrar la carta le hace olvidarse de que la lleva encima. Sin darse cuenta se involucran en una aventura de sueños divulgando por esas calles y, entre aventuras y presunciones de críos se olvida de la mano de Cecilia.

Joel no tiene mucha hambre al igual que sus abuelos pero, engulle dos grandes pedazos de tortilla de patatas para no levantar sospechas. Parecen tranquilos en lo que a su nieto se refiere. Pues parece ser que no lo intuyen. Creen haber tenido la suerte de que su nieto no se ha enterado de nada.
La noche es muy fría, el ambiente parece una película muda. Las palabras y frases son cortas y precisas. No hay sonrisas, no hay atención de nada. Todo es como una habitación de hospital en silencio. Joel muestra cansancio y bosteza repetidamente en el sofá. Pretende así no levantar sospechas, ni aumentar la consternación del ambiente en que se encuentra.
La abuela le lleva a la cama, cubre su cuerpo con la manta de cuadros de varias tonalidades y besa suavemente su frente.
-Buenas noches cariño.
-Buenas noches abuela –le dice mientras un espontáneo abrazo surge de sus brazos y un dulce beso de sus labios.
Espera que su abuelo llegue y le cuente un cuento, pero no sucede. Ha sido un día muy agotador y lleno de sensaciones nuevas. Da media vuelta y se apega a la pared. Quiere dejar la mente en blanco y no pensar, pero le es imposible. Gira y voltea por la cama intentando hacer el mínimo ruido.

-¿Crees qué tu nieto escuchó algo, mientras esperaba en el recibidor? –le pregunta María a Juan, al sentarse en el sillón del comedor. El comedor es amplio y rectangular, no es un cuadrado pero tampoco es estrecho. Una mesa redonda de madera de roble se acentúa en la entrada ajustada a una esquina; seguidamente un sofá de tres plazas de madera también, continúa la pared hasta dejar un hueco en el que se aposenta el sillón de la abuela. Enfrente, en el ángulo contrario a la mesa redonda, un televisor de veintiocho pulgadas muestra a Frank Sinatra, mientras baila y canta bajo la lluvia. Juan aparta la vista de la pantalla y se vuelve hacia su mujer.
-No. No lo creo.
-La puerta estaba cerrada, ¿verdad? –María mira los ojos de Juan, éste tarda unos segundos en contestar.
-Sí –la afirmación no convence a la abuela que vuelve a insistir.
-Tú fuiste el último en entrar. ¿Cerraste la puerta al pasar?.
-Que sí, mujer. Cerré la puerta. –Juan no está seguro, incluso piensa que no la cerró-. Estoy seguro de ello –le afirma contundentemente para no hacerla padecer.
-¿Qué pasará ahora Juan?.
-No te preocupes mujer –la consuela-, todo se arreglará ya lo verás. Y no te preocupes por el crío, cuando me lo llevé al parque le dije que Cecilia tenía fiebre y le ibas a preparar un caldo mientras hablabais de vuestras cosas.
María reposó su espalda en el sillón, cogió las agujas de hacer punto de una bolsa de tela estampada con flores que tenía a su lado derecho sobre la esquina del sofá. Sacó un manojo de lana de la bolsa. Al despojarlo de un pañuelo que lo envolvía apareció el principio de un suéter de color verde; un suéter que estaba terminando para su nieto. Era la parte delantera y había tejido más de la mitad, unos rombos de colores se empezaban a ver dibujados.
-Espero que tengas razón –comentó María. Juan volvió a fijar la mirada en la pantalla del televisor recolocando un cojín en sus riñones y aposentándose en el respaldo del sofá. María cogió las agujas y empezó a tejer.

Como Joel no puede dormir. Enciende la luz de la mesita y se incorpora descansando la espalda en el respaldo de la cama. Agarra un tebeo del primer cajón de la mesita y vagamente observa las viñetas sin prestar atención al texto. Cansado del tebeo lo vuelve a dejar en su sitio y apaga la luz.
Ha escondido la carta entre el somier y el colchón de su cama. Se incorpora y se aproxima a la puerta. Pega la oreja a la cálida madera y sin respirar deja que le lleguen las palabras a sus oídos. Son incoherentes cuando llegan a sus oídos. Pero a medida que su suspiro se calma y el respirar es más suave se da cuenta de que tristes y sordos lamentos se apalean tras la puerta.
Regresa a la cama, coloca la mano debajo del colchón en busca de la carta. Cuando la tiene en sus manos la puerta del pasillo se abre y se enciende la luz. Juan ha entrado en el lavabo.
<>.
Asustado vuelve a esconder el papel donde estaba. El sonido del agua al tirar la cadena lo abruma y se introduce en la cama de un salto. Hace un poco de calor en la habitación pero se cubre hasta arriba arropándose la cabeza. Los pasos de su abuelo no llegan hasta la puerta de su habitación, los escucha desviarse antes. El crujido de la cama de la habitación de matrimonio llega a sus oídos.
<>.
Un hormigueo le sube por los pies y un grito mudo le agoniza en la garganta. El sudor le reviste la frente. Los ojos se humedecen y se siente muy extraño.
“-Creo que en el día de hoy –exclama Joel para sí- aparte de concebir sensaciones nuevas para mí he conocido –finaliza amargamente en una expresión nueva de su cara-, la muerte.”